El próximo domingo celebramos la fiesta de la Divina Misericordia, por lo que es bueno meditar sobre ello. Uno de los términos en hebreo con que el AT indica la misericordia es rehamîm, que designa propiamente las "vísceras" (en singular, el seno materno); pero que en sentido metafórico se expresa para señalar aquel sentimiento íntimo, profundo y amoroso que liga a dos personas por lazos de sangre o de corazón, como a la madre o al padre con su propio hijo. El profeta Jeremías nos lo manifiesta de manera hermosa: “¿Es un hijo tan caro para mí Efraín, o niño tan mimado, que tras haberme dado tanto que hablar, tenga que recordarlo todavía? Pues, en efecto, se han conmovido mis entrañas por él; ternura hacia él no ha de faltarme - oráculo de Yahvé -.” (Jeremías 31, 20)
En la Biblia se usa la analogía (comparación) para designar un misterio que supera nuestra capacidad intelectual. Compara el amor y la misericordia que surge de nuestras entrañas por nuestros hijos con el amor que nos tiene Dios. Pero como toda analogía (sobre todo para con Dios) a pesar de ser adecuada para designar el misterio, también es sano reconocer sus límites. La misma Biblia nos lo manifiesta con un hermoso texto que si meditamos a profundidad puede resultar conmovedor hasta las lágrimas.
“¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido.” (Isaías 49,15)
El misterio de Cristo es la máxima manifestación de la Misericordia divina. En su Rostro podemos con confianza buscar el rostro del “Padre misericordioso y Dios de toda consolación” (2Corintios 1,3). Porque Jesús nos hace visible al Dios invisible.
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